Vivimos en una era paradójica. Nunca antes la humanidad había contado con tantos medios para acceder a la verdad, y sin embargo, la mentira parece florecer con más fuerza que nunca. En esta sociedad digital, donde la imagen tiene más peso que el contenido, donde el ruido prevalece sobre la razón, el deshonesto ha aprendido a convertirse en héroe mientras el honesto paga el precio de su integridad.
Nos encontramos ante una cultura que eleva al tramposo carismático y sepulta al justo silencioso. El que grita más fuerte, el que manipula con destreza, el que construye una fachada de éxito sobre cimientos huecos, recibe aplausos y seguidores. Mientras tanto, el que trabaja con humildad, el que persevera sin pedir reconocimiento, el que sufre por una causa que no le dará fama, es tildado de ingenuo o irrelevante.
La humildad, esa virtud que solía ser señal de sabiduría, hoy es confundida con debilidad. La camaradería, con servilismo. La honestidad, con torpeza. Y la coherencia, con rigidez. En su lugar, celebramos la astucia disfrazada de inteligencia, la impudicia como audacia, y la irreverencia vacía como valentía.
Nos hemos convertido en admiradores de héroes de barro. Ídolos fugaces construidos por algoritmos y campañas de imagen, cuya única épica es su capacidad para autopromocionarse. Se desprecia al mártir esforzado, al que entrega su vida por ideales que no caben en un tweet. Porque lo incómodo no vende, lo auténtico no entretiene, y lo profundo exige un esfuerzo que ya pocos quieren hacer.
Esta no es una apología del pesimismo, sino una invitación a resistir. A no renunciar a los valores que sostienen la dignidad humana. A seguir eligiendo la verdad, aunque duela. A valorar al que camina recto, aunque avance lento. A reconocer que la historia no recuerda a los que brillaron un momento, sino a los que se quemaron por iluminar el camino.
Porque si alguna vez vamos a cambiar esta sociedad, no será con más espectáculo, sino con más ejemplo. Y eso empieza, silenciosamente, por cada uno de nosotros.
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